La noche azul

Azul se teñía mi entorno cuando el sol bostezaba y huía a recostarse debajo del horizonte;  todo se tornaba como el rugiente mar durante una tormenta o cual obra de Picasso. Y era en ese austero y frágil paisaje de zafiro donde yo vivía mis hazañas y pesadillas; a veces sola, en ocasiones acompañada.

Siempre he concordado con la creencia popular del significado de los colores en la cual se afirma que el azul trae paz. Sí, aquella noche percibí la calma.

Fue allí, en el ocaso de una ensoñación, faltando una eternidad para que alba devolviese la iridiscencia a la naturaleza, cuando todo sucedió.

Aquella inolvidable noche me aventuraba sola entre las cosechas azules. No sabía el motivo ni recordaba haberme levantado de la cama. Pero ahí estaba yo, sumida en un sepulcral silencio que parecía advenir el final de una era. Nada se movía entre las sombras y ni la usual brisa de primavera osaba acariciar mi cabello como lo hacía durante las mañanas.  

En ese mar de azulada vegetación, ni los grillos cantaban su melodía y, cual príncipe y soberano, el tiempo ralentizó incluso el movimiento de los astros hasta dejarlos estáticos en un azulado cielo oscuro que se negaba a dar paso al nuevo día. Todo a mí alrededor se detuvo ante sus caprichos, víctimas de sus deseos, marionetas en un juego incomprensible.

Caminé sin rumbo hacia el horizonte, deteniéndome al divisar una silueta en la distancia. Una figura sombría tan quieta como cualquier otra. Era azul. Y sus ojos resplandecían cual faros en la oscuridad. Me observaba con detenimiento, escrutando mi rostro, cada milímetro de mi piel e incluso mis pensamientos. Su lejana mirada atravesaba el espacio entre nosotros, acortándolo hasta hacerlo sentir cercano.

Estiré una mano, sabiendo que no podría alcanzarlo pero,  anhelando poner a prueba cada uno de mis sentidos. El toro se encontraba, posiblemente, a más de un kilometro de allí y, sin embargo, sus ojos observaban mi alma intentando entregarme un mensaje que, al principio, no comprendí.

Lo sentí cercano, mas él no se movía; simplemente me analizaba cuidadosamente desde aquel difuso punto donde se encontraba, inmiscuyéndose en lo más profundo de mis pensamientos.

Nos conocíamos de algún sitio. Yo lo intuía.

Él era yo, y yo era él. El toro color zafiro representaba una parte indivisible de mi alma que llevaba bastante tiempo intentando ocultar.  Recordé entonces que azul eran también las dudas y las inseguridades que, al tomar forma de un valiente animal, me mostraban el camino del coraje.  

Azul fue la noche en la cual enfrenté mis miedos y aprendí a aceptarme tal y como realmente soy; sin temor al rechazo ni a la incomprensión.

El tiempo retomó su curso apenas lo descubrí. Se aceleraron los astros y asomó su rostro el sol. La brisa salió de su escondite y jugueteó con mi cabello mientras un coro de aves daba la bienvenida a los colores del impresionismo más puro y saturado.

El toro azul desapareció en el horizonte,  pero regresa de vez en cuando, durante noches también azules para recordarme quien soy. Quienes somos.